No sé si mi vida fue corta o larga, porque no sé muy bien
con qué compararla. Lo que sí puedo decir es que fue bella e intensa, cada día
con nuevos matices y circunstancias. Nací en la imaginación de alguien y cada
vez que me repensaba o imaginaba, yo me sentía creciendo y vida, con una vida plena.
Se también que mientras duré, proporcionaba un placer intenso a mi creador, porque
¿Qué hay mejor que aquél que se siente orgulloso y feliz de su criatura?
Nací con un gesto, con una leve mirada y fui creciendo con
una conversación, con una cita, con unos momentos de intimidad, un beso, un
abrazo. Mi creadora fue una alumna de clase de filosofía y yo fui la historia
amorosa imaginada con su profesor. Así que mi madre fue mi feliz mientras viví.
Sin embargo, mi muerte, que sería la realización completa de su deseo, fue
amarga, ya que el querido profesor de filosofía no estuvo a la altura de las circunstancias
y no le proporcionó ni el placer ni las experiencias que conmigo imaginaba. Así
que, al hacerme realidad, al dejar de ser imaginada, morí irremediablemente. Y
aunque mi muerte proporciona un placer intenso y casi inmediato, al suponer la
realización real de mi esencia, al final siempre me echan de menos, ya que no
hay nada más puro y más ideal que el propio pensamiento de mi creador.
Sin embargo, enseguida volví a nacer de nuevo. Esta vez con
su compañero de trabajo, y es que yo, como el resto de las fantasías amorosas
estamos irremediablemente predestinados a morir en el momento que nos hacemos
reales, y a reencarnarnos una y otra vez en una o otra imaginación.